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Úrsula no decía nada; estaba parada al lado de su butaca y sentía la mirada de toda la clase, atenta a lo que hacía; incluso le pareció escuchar algunos murmullos. La maestra insistió en que le respondiera la pregunta; ella no pudo hablar. No es que no quisiera responder o que no supiera la respuesta, simplemente la voz no le salía.
Aunque estudiaba en la misma institución donde hizo su primaria, todo era diferente; cuando entró a la oficina del tutor, al que la envió la profesora; la recibió con una retahíla de preguntas sobre cómos y porqués. Lo mismo: la niña guardó silencio; llamó a los padres, quienes le hablaron de un expediente que ni el tutor ni los maestros conocían. La niña padece trastorno de ansiedad generalizada, le dijeron.
Los trastornos de ansiedad, según la Organización Panamericana de la Salud (OPS), son muy frecuentes en la población, por lo cual se les considera “comunes”; repercuten en el estado de ánimo o los sentimientos de las personas afectadas; presentan una sintomatología que varía en intensidad (de leves a severos) y duración (de meses a años). Estos trastornos se diferencian de los sentimientos de tristeza, estrés o temor que cualquiera experimenta ocasionalmente durante su vida, en contextos como hablar en público, responder un examen o presenciar un terremoto (de hecho, son respuestas inherentes).
En el caso de Úrsula, como en el de muchos adolescentes, el estrés generado se confunde con su habitual resistencia a la autoridad; pero en realidad implica una preocupación excesiva sobre situaciones cotidianas, incluso inexistentes.
ANSIEDAD MÚLTIPLE
La ansiedad, afirma la doctora Ana Teresa Díaz Calvo, una psiquiatra con muchos años de experiencia clínica, se presenta en casi cualquier enfermedad mental; tiene su aspecto positivo cuando es normal. Resulta funcional en ciertos momentos, pues nuestro organismo responde en situaciones que ponen en riesgo nuestra vida; la respuesta es instintiva y pueden identificarse en ella características somáticas como taquicardia, sudoración, insomnio y tensión muscular; además, hay un factor extra: la parte cognitiva.
Si la ansiedad es negativa, el aspecto cognitivo nos genera una preocupación que puede no ser real o exacerbar alguna circunstancia insignificante.
Entonces se convierte en un trastorno mental, define la OPS, “caracterizado por sentimientos de ansiedad y temor”.
Hay muchos eventos que provocan ansiedad; usualmente tienen un origen específico, aunque no siempre es identificable. La doctora Díaz Calvo mencionó a un músico que, conforme se acercaba la fecha de su presentación, se ponía tan mal que un día antes estaba completamente incapacitado, insomne y con diarrea; eso ya no es funcional, le causa problemas en su entorno. Y citó el ejemplo de una enfermera que trabaja con ella, quien insiste en cambiar su turno porque vive con la preocupación de que su hija universitaria camine 15 minutos sola; pero ella no puede acompañarla. En este sentido, la realidad social también condiciona.
Sin embargo, ir al psiquiatra todavía tiene sus estigmas. Úrsula, por ejemplo, asiste cada dos semanas a su terapia, y sus papás prefieren no contar a nadie desde que la abuela abrió los ojos “como platos”, y la tía insinuó que el medicamento –sertralina, que le ayuda a metabolizar la serotonina, neurotransmisor asociado a una amplia gama de propiedades fisiológicas, que influye en la angustia y la felicidad– la volvería adicta.
“No es fácil decir ‘voy al psiquiatra” –dice Díaz Calvo–. La sociedad tiene miedo de reconocer que la gente con una enfermedad mental vive entre nosotros y que puede ser parte de la familia.
Los maestros no saben cómo tratar a niños deprimidos o ansiosos o con autismo, o lo que sea. Mejor optan por no reconocerlo. Afortunadamente, el campo de la psiquiatría infantil gana ahora más terreno en beneficio de los niños; pero debemos abandonar la clásica costumbre adulta de negar todo”.