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KATTYA GUTHER / CAMBIO
Me cuestiona la pantalla que ha cautivado mi atención en las últimas horas (quizá días). Se ha pausado la transmisión, los brillantes colores se han opacado y por un momento regreso a mi realidad, esa que se me escapa capítulo a capítulo; serie tras serie.
En tiempos donde todo era incertidumbre a mi alrededor, el ocio se apoderaba de mí como una segunda piel que escondía debajo de la pijama que apenas me quitaba. Necesitaba regresar a una rutina, y esa que comenzó con un falso optimismo de levantarme temprano a buscar trabajo y un mejor futuro se fue agotando junto con los ahorros. Salir a la calle significaba enfrentar un mundo laboral al que ya no pertenecía y que con el paso del tiempo sólo sumaron a la lista de auto reclamos.
¿Por qué no ahorré más?, ¿por qué no estudié una maestría? Después del tortuoso juicio de preguntas al que me sometía a diario, me seguía una tanda de reclamos de las personas, como si no fuese suficiente ya tener que enfrentar el mundo. Es de fácil para los demás mantener tantas exigencias y estándares de calidad de vida que a mi en este momento me parecen posibles sólo en la vida de las personas que están detrás de la pantalla.
¿Sigues ahí? Me pregunta la pantalla.
Con esfuerzo me levanto y aprovecho la pausa para ir al baño, y veo mi reflejo en el espejo; no me reconozco, evado esa imagen que sólo me trae decepciones, me sirvo otro plato de cereal a las 6 de la tarde y presiono el botón “Continuar viendo”.
Hace un mes aproximadamente me topé con una peculiar nota: varios portales anunciaban el primer caso diagnosticado de adicción a Netflix. Lo leí en portales serios y no tan serios. Cada uno desde su perspectiva editorial contaba la historia de un joven que fue diagnosticado por la Clínica de Servicio para el Uso Saludable de la Tecnología, situado en el Instituto Nacional de Salud Mental y Neurociencias en India, como el primer caso de adicción al consumo de la plataforma. En las notas se mencionaba que el joven desempleado consumía hasta nueve horas diarias de contenido y esto se repitió durante seis meses.
Recordé mis propias tardes de inocentes maratones de Netflix y me sentí un poco avergonzada, ya que siete horas no me pareció grave. Y en mi etapa de desempleo podría pasar un buen rato viendo series, me hacían sentir bien aunque después venía una sensación de arrepentimiento.
Reflexionando esto, caí en cuenta: ¿no es una droga aquella que te provoca un bienestar momentáneo del que no te puedes desprender? Pensé por primera vez en Netflix como una droga socialmente aceptada.
Lo que ha logrado esta plataforma es que los más exigentes tengamos el contenido de nuestra preferencia a la mano, un menú con cientos de opciones para saciar el deseo de contenido; y como si esto no fuese suficiente, aplican algoritmos que nos muestran, sin necesidad de buscar los programas, películas, series que más nos pueden interesar; es como tener un bartender que nos conoce de años. Difícil superar un placer culposo cuando es de tan fácil acceso.
El avance de la tecnologías ha traído tanto comodidades como ventajas, sin embargo, también conlleva consecuencias de salud. Por ejemplo, la Organización Mundial de la Salud clasifica la adicción a los videojuegos como un problema de salud. Es un asunto de atenderse la adicción a los celulares, redes sociales e Internet.
Las razones de trasfondo que hacen que una persona se vuelva adicta al alcohol, al cigarro, a los likes o los maratones de Netflix son razones que en el fondo son iguales a otros problemas de dependencia: todo lo que nos provoca adicción en un primer momento nos alivia del estrés, nos da placer, aunque nos aleja de una vida sana física y mentalmente.