Incluso la ministra en retiro Olga Sánchez Cordero lo admite a su manera: será la suya una tarea “tremendamente complicada” al frente de la Secretaría de Gobernación y los cambios prometidos durante la campaña, muy difíciles de cumplir. La práctica real del gobierno es muy distinta a los discursos y promesas de un candidato. Demasiadas ofertas se pusieron sobre la mesa, pero varias de ellas simplemente no será posible que aterricen.
Es fácil dejar Los Pinos como casa-habitación para que Andrés Manuel López Obrador busque vivir en Palacio Nacional o en una casa del centro histórico. Seguro podrá conseguir legislación para quitar las pensiones multimillonarias de los expresidentes. El empeño en echar atrás la Reforma Educativa fructificará de la mano de los maestros sindicalizados. Saldrá suficiente presupuesto para duplicar ayuda a los adultos mayores. Está lista ya la amnistía para pobres campesinos obligados a sembrar amapola y marihuana.
Doña Olga tiene lista una forma de aplicar “justicia transicional para la pacificación del país” privilegiando a las víctimas, sus derechos de acceso a la verdad, a la reparación del daño y a la no repetición de abusos. Eso y mucho más: adiós a los gasolinazos, construcción de refinerías, no petición de créditos, apoyo total a migrantes.
Pero insistir en desaparecer al Estado Mayor Presidencial que se encarga, ni más ni menos, de la seguridad del Primer Mandatario del país, suena a obcecación sin sentido de los riesgos. La tesis de AMLO es voluntarista, apelación a la moral: “quien lucha por la justicia nada tiene que temer; sólo alguien que tiene miedo, porque hizo algo malo, necesita tanta escolta”.
A su vez, el Estado Mayor alega que tiene, entre sus funciones, que proteger y cuidar a la familia presidencial, a los secretarios de Estado, a dignatarios extranjeros que visitan México; su labor implica el resguardo de la representación de la república, del Estado y, por tanto, de la estabilidad y seguridad nacionales. También sirven de escolta a expresidentes.
También parece una simplificación, en blanco y negro, decir que el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), es la cueva del espionaje contra los ciudadanos, los periodistas y los opositores al sistema. Por supuesto que lo ha sido, pero cumple o debiera cumplir tareas de prevención de amenazas a la seguridad nacional, de anticipación de conflictos, de identificación de focos rojos que indiquen peligros para la gobernabilidad.
A no ser que a AMLO se le haya olvidado decir que esas tareas las cumplirá otro organismo. Alguien tendrá que seguir haciendo la tarea. Sería terrible que lo hagan las viejas policías federales o estatales corruptas, las que han permitido, por omisión o complicidad, el avance brutal de los delincuentes por encima de las instituciones y las autoridades constituidas. O que la inteligencia quede solamente en manos de los militares o de los marinos.
Son dos temas ligados, porque desaparecer al Estado Mayor presidencial implicaría despedir a la Sección Segunda, precisamente la encargada del espionaje institucional y el seguimiento y anticipación a los riesgos para la seguridad.
Si el Cisen se enfocó en años recientes a espiar a supuestos “enemigos” internos, hay que reencauzar a sus sofisticados equipos, a sus expertos en intervención telefónica y de mensajes en las redes para servicio de un buen gobierno. Si desaparecen al Cisen, otros lo suplantarán, dentro y fuera de México.